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El aborto

Tienen razón quienes defienden la nueva Ley del Aborto. Y también quienes la condenan. Son posturas completamente antagónicas e irreconciliables, pero ambas lógicas. Aunque ninguna totalmente cierta. Con este debate ocurre como con la parábola de los seis sabios ciegos y el elefante, atribuida al sufí persa del S. XII Rumi. Cada uno de los eruditos describe al paquidermo de acuerdo a lo que le sugiere la parte que palpa de su cuerpo tratando de imaginar su aspecto. Y cada uno percibe al animal desde su particular perspectiva, aunque se trata del mismo elefante.

Igualmente, el debate sobre el aborto se desarrolla en planos diferentes y, por decirlo así, paralelos. Por un lado, el de quienes consideran el aborto un derecho de las mujeres y pretenden dotarlo de cobertura político-jurídica. Y, por otro, el ético-filosófico de los defensores a ultranza de toda forma de vida humana por insignificante que resulte su expresión.

A los primeros les anima el afán de regularizar una práctica ancestral para que se ejerza con todas las garantías legales y saludables. Los segundos porfían por que una acción que no consideran ética tome carta de naturaleza y se acabe normalizando como simple método anticonceptivo, por ejemplo.

El preámbulo de la ley recién aprobada recalca el interés de los legisladores por actualizar la norma vigente, que sólo autorizaba el aborto en tres supuestos, cuando otros países vecinos permiten la libre interrupción del embarazo en las primeras semanas de gestación. No obstante esta advertencia, la nueva regulación no puede considerarse avanzada, puesto que el aborto es casi siempre una decisión penosa.

Lo auténticamente progresista sería ofrecer a nuestros jóvenes una educación afectivo-sexual que evitase los embarazos no deseados. Más aún, que colocase esa importante dimensión humana en el lugar que le corresponde, que no es otro que el ámbito del amor. Los legisladores, como ellos mismos recalcan, tienen el deber de garantizar que la maternidad sea un acto libre y deseado. También de que la interrupción del embarazo en las debidas condiciones higiénico-sanitarias esté al alcance de todos los niveles sociales. Y cuando se trata de elegir entre el derecho de la mujer a ser madre en el momento en que decida y el del no nacido a la existencia, la norma salvaguarda el primero, excepto cuando el feto es capaz de desarrollar una vida autónoma.

Frente a esto, la postura que defiende el derecho a la vida en todos sus estadios sería muy loable si: no se criminalizara a las mujeres que deciden abortar; no se tratara de imponer a toda la sociedad una visión cristiana de la vida y se fuera consecuente con lo que se defiende. Es conocido que el Vaticano autorizó para sus monjas africanas lo que niega a los demás: tomar anticonceptivos para prevenir embarazos ante las violaciones de guerra.

La ética se propone. No se impone. Y una cosa que olvidan los fundamentalistas católicos es que todos los seres humanos estamos dotados de conciencia. Y que para ayudar a que esté bien formada no hay nada peor que los insultos y anatemas.

Vivimos el fin de unos tiempos. Esperamos una Tierra nueva donde habite la justicia

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