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Un pedazo de tela

Quería hablar en estas líneas de la soledad de nuestras asociaciones. De los grupos que sobreviven aislados unos de otros, a sabiendas de que aunando fuerzas saldrían ganando, pero sin energías suficientes para dar el primer paso que los acerque mientras siguen tirando, cada uno, de su carro. Sin embargo, no puedo quitarme de la cabeza una pregunta. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cómo hemos pasado de tener un tejido social y asociativo resistente y lleno de colorido a esta tela gris y con los hilos de su trama a punto de romperse?

No hace mucho podíamos ver por la televisión aquel anuncio que afirmaba que “el comercio es vida”. Las pequeñas tiendas iluminan las calles de nuestros pueblos, los bares y restaurantes ofrecen puntos de reunión llamando a las gentes que los habitan. Esa campaña me viene a la memoria cada vez que pienso qué es lo que ocurre con nuestras asociaciones, con todas ellas. Cada vez más vacías, vivas aún gracias al empeño de personas valientes y generosas que se esfuerzan en dotar a nuestros pueblos de un sentido para esa vida que los habita.

Estamos dejando morir la parte que nos identifica, la que nos hace lectores, aficionados al fútbol, al ajedrez, locos de la astronomía, personas con agallas capaces de subirse a una ambulancia sin saber qué se van a encontrar, apasionados del baile, músicos de garage y lonja, ecologistas… Hemos pasado de ser todo eso, a identificarnos por las marcas de la ropa que compramos, por el hotel que escogemos para las vacaciones, por el gimnasio al que nos apuntamos.

Obsesionados como estamos con el coste de la vida, nos estamos olvidando de vivirla. No vemos que nuestra vida es nuestra sin necesidad de pagar por ella. Hemos mercantilizado el tiempo hasta tal punto, que aquello que no nos cuesta suficiente dinero carece de valor para nosotros. El tiempo es oro, dicen. El oro, dinero. Y de dinero siempre andamos justos.

Hace un par de décadas, las fiestas bebían del colorido que cada cuadrilla daba a sus trajes, no hacían falta comparsas profesionales que animaran las calles. Nos apuntábamos a grupos de danzas en lugar de pagar clases de bailes de salón. Había grupos de tiempo libre para niños y niñas, donde se hacían amigos y se crecía en valores. Asociaciones deportivas, culturales, sociales, de mayores, de jóvenes, de vecinos… Su valor residía en las personas, en los voluntarios que dedicaban sus mejores horas a disfrutar con los demás.

Durangaldea se identificaba por la variedad y la multitud de grupos y personas interesantes y con intereses que la habitaban. Hoy, las asociaciones sobreviven gracias a esos hombres y mujeres que aún creen en algo. Y necesitamos más como ellos, para que eso que somos, y que cada cual define a su manera, no vaya a parar como un tapiz sin arreglo, como una baratija usada, al cubo de la basura.

C. Larralde

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