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Nuestros mayores

Desde tiempos inmemoriales, hay días para festejar y recordar. Son más recientes los dedicados a concienciar. Ayer se celebró uno de éstos, el Día Mundial de toma de conciencia del abuso y maltrato en la vejez. Su objetivo: denunciar las vejaciones a que son sometidos nuestros mayores. Una triste realidad sobre la que se arroja un velo más tupido aún que el que encubre la violencia contra las mujeres. Dramas ocultos ambos que comparten un mismo quid: ¿Quién se atreve a denunciar al cónyuge o a los propios hijos en una situación de debilidad y dependencia afectiva?

Resulta difícil conocer la magnitud del problema. Pero ayer los médicos de familia le pusieron cifras: 300.000 ancianos y ancianas son objeto de maltrato en el Estado. La mayoría lo sufre en su propio hogar y de manos de sus familiares. No sólo daño físico, sino también psicológico, que tan difícil suele ser de identificar.

Para comprobarlo, veamos algunas situaciones que pasan por normales y contienen elementos inquietantes: Hay mayores (algunas estadísticas dicen que casi uno de cada dos) que, cuando les llega el momento de disfrutar y descansar de una vida de trabajos y obligaciones, se ven forzados a ejercer de criados de sus hijos e hijas. Les preparan la comida a diario o cuidan de los nietos, o ambas cosas a la vez, mientras las parejas jóvenes trabajan. Se les conoce como ‘abuelos esclavos’. Médicos y psicólogos han identificado un síndrome para describir los trastornos que sufren a consecuencia de su exceso de responsabilidad: síntomas de tipo ansioso depresivo y deterioro de su salud física y mental.

En una edad posterior, cuando ya apenas les sostienen sus fuerzas, se quedan solos en casa, en ocasiones sin recursos básicos suficientes. Ya han perdido totalmente su capacidad de trabajar y no hay tiempo para visitarles y asistirles en sus necesidades materiales y de atención y afecto.

Después, van perdiendo progresivamente su autonomía y obligan, quiérase o no, a estar más pendientes de ellos: que si enferman, que si se caen, que si tienen comportamientos extraños… Pero en esta vida de prisas y de viajes hacia ninguna parte que llevamos decidimos que lo mejor es ingresarlos en una residencia “para que estén bien atendidos”… Y allí acaban muriendo prematuramente de anquilosamiento físico y psíquico; de tristeza y soledad. Porque estos centros, como empresas privadas que son, carecen de personal suficiente para ofrecerles la atención y los cuidados que precisan.

Hay teorías que sostienen que la familia no tiene por qué cargar con el cuidado de los mayores. ¿Quién, si no? ¿Acaso nuestros progenitores no son responsabilidad nuestra cuando ya no pueden valerse por sí mismos?

Naturalmente, se dan situaciones (siempre las ha habido), en las que no hay otra solución que llevarlos a una residencia, pero en muchos casos existen alternativas que posibilitan a los ancianos seguir en sus hogares, por lo que el ingreso en uno de estos centros sólo debería ser el último recurso.

Estos días, escuchaba las noticias sobre las inundaciones en Asturias y un anciano se lamentaba porque había perdido su casa, el producto del trabajo de toda una vida. Se había quedado sin nada, se dolía.

Vivimos tan inmersos en nuestras propias preocupaciones que apenas nos queda espacio para ser conscientes de que tales desventuras pueden sobrevenirnos en cualquier momento. Y de que, al final, lo único que nadie ni nada puede arrebatarnos es lo que somos y lo que damos. El cariño que ofrecemos, la atención que prestamos, el agradecimiento que demostramos… empezando por nuestros propios allegados es, además, lo único que da la medida real de nuestra categoría.

Vivimos el fin de unos tiempos. Esperamos una Tierra nueva donde habite la justicia

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