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Desacelerar la economía

En la década de 1930, para algunos cínicos, la salida de la crisis de 1929 sólo podía producirse con una gran guerra, a la cual seguiría un esfuerzo colectivo de gobiernos, sindicatos y clases sociales que daría paso a la recuperación de la economía. “En efecto, los gobernantes han considerado que sólo la guerra merece ser financiada a gran escala con empréstitos”, comentaba John Maynard Keynes. Así ocurrió efectivamente, vino la Guerra Mundial de 1940, la socialdemocracia que perduró hasta los años 1970, y luego volvimos a las andadas con el neoliberalismo de los Reagan, Margaret Tatcher y demás. Y el neoliberalismo nos ha traído esta nueva crisis que padecemos.

Hoy también, algunas economías se sustentan en parte sobre unos gastos militares y guerras pequeñitas por los aledaños. Es como si dijéramos otra gran guerra, pero por goteo: Afganistán, Africa central y oriental… Pero las receta de los años 30 preconizadas por Keynes y sus contemporáneos, no valen hoy. No valen porque esta crisis viene acompañada de realidades nuevas: como el agotamiento del planeta y de las fuentes de energía, la globalización que hace del mundo entero un solo mercado de capitales, de trabajo y de productos, y la contaminación y el calentamiento global. Keynes y sus coetáneos pensaron que todo se solucionaría aumentando la producción y estimulando el consumo de los ciudadanos, y con una gran guerra.

Aferrándose al viejo dogma del crecimiento indefinido (hoy la vedette, la diva, es China, que crece a un ritmo del 11%)  los que se creen sabios de la economía buscan fórmulas desarrollistas que nos permitan el crecimiento más rápido posible.

Hay hay otras propuestas, ciertamente con peor prensa que la del crecimiento, pero las firman economistas y políticos de primera fila. Keynes dijo en su tiempo que “hoy como ayer la cuestión es saber por qué tantos individuos prefieren trabajar más para ganar más en un trabajo alienado, que apretarse el cinturón. La experiencia de las 36 horas con flexibilidad y compensación salarial aportaría edificantes elementos de respuesta. El reparto del tiempo de trabajo garantizando el derecho al empleo, y si falta, a una renta decente garantizada, significaría la extensión del salario socializado más allá de los sistemas actuales y la progresiva disminución del trabajo forzado y del asalariado explotado”.

Más directo y expeditivo, Lenin recomendaba a los comunistas alemanes adoptar la jornada laboral de seis horas. Y en esta misma línea Keynes sugería que “puestos de tres horas diarias o quince horas semanales serían suficientes, pues tres horas por día bastarán ampliamente para satisfacer al viejo Adán en la mayor parte de nosotros”. 

Es decir, cabe una salida de la crisis si somos capaces de limitar nuestras desenfrenadas apetencias de consumo y trabajar sólo lo necesario para cubrir nuestras necesidades y las de todos los habitantes del planeta. Hoy por hoy, reconozcámoslo, estamos trabajando como condenados a galeras para poder disfrutar de muchas cosas y sobre todo para engordar las cuentas corrientes de cuatro cerdos magos de las finanzas mundiales.

El nivel de desarrollo de la tecnología nos permitiría vivir mucho mejor trabajando menos horas y repartiendo equitativamente el trabajo entre todos. Asimismo nos permitiría limitar las emisiones de CO2, el calentamiento global y la contaminación, y administrar nuestras fuentes de energía a largo plazo, aumentar el consumo de energías renovables y disminuir el de energías contaminantes…

¿Crecer? Sí, en el pleno empleo, el el reparto del trabajo, en la humanización del trabajo y de la distribución del fruto de nuestro trabajo.

Honorio Cadarso es periodista

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