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Hablemos de sexo (I)

Hablemos de sexo o de sexualidad, que es lo mismo. Comencemos: en un congreso sobre el sida, celebrado la semana pasada en Donostia, se volvía a subrayar que prácticamente todos los casos de contagio se producen mediante relación sexual.

Uno de los ponentes, el catedrático de la Universidad de Salamanca, Félix López, alertaba de la pérdida de conciencia de riesgo en estos intercambios y sobre la reducción de la sexualidad a artículo de consumo, al tiempo que subrayaba que “muchas familias, escuelas y sanitarios guardan silencio, lo que no ayuda a vivir la sexualidad de forma satisfactoria y saludable”.  Tiene razón, me dije. De ahí las siguientes reflexiones.

Me parece que es difícil luchar contra la instrumentalización de la sexualidad. El catedrático la atribuye a la sociedad de consumo, pero pienso que la cuestión va más allá de lo económico. Los poderes de todos los lugares y todos los tiempos necesitan tener a la juventud narcotizada para que no moleste, para que nada cambie. Y como actualmente es más difícil hacer esto sólo mediante la droga, pues ahí está el sexo, al alcance de cualquiera.

Que nadie piense que me parece mal disfrutar del sexo. Menos aún cuando a las mujeres sólo se nos permite hacerlo desde hace muy poquito (eso sí, a condición de que no seamos muy descaradas y experimentadas, de lo contrario nos colocan rápidamente el sambenito, de modo que todavía hay camino por recorrer).

De lo que no soy partidaria, y lo digo desde ya, es de reducir el sexo a mero vehículo de placer. Pienso que acarrea más perjuicios que otra cosa, sobre todo a nosotras, que ni aunque queramos podemos sacudirnos de golpe las creencias ancestrales asociadas a nuestro género. Todavía hoy, por increíble que parezca, la socialización educa a la mayoría de las niñas en el deseo de ser princesas, y a las jóvenes en la añoranza del príncipe azul. En todos esos mitos románticos, la sexualidad es el culmen del enamoramiento. Idea que no casa para nada con el sexo por el sexo o sexo ocasional, llámesele como se quiera.

Sin embargo todo invita a ello. Y se me ocurre que buena culpa la tienen las elipsis de los productos audiovisuales, que reducen las ceremonias de seducción a una o dos secuencias, antes de ir al grano. No hay que olvidar que nuestra juventud es gran consumidora de películas, teleseries, videojuegos.

A través de estos medios, se impone una nueva ideología basada en la felicidad a través de la búsqueda del placer. Y ahí entra la sexualidad. El peligro está en eso que decía el profesor López, en la instrumentalización de los medios que proporcionan ese placer. Y cuando hablamos de sexualidad los medios son las personas. Más bien, las mujeres, pues todo el aparato simbólico (los mitos, la iconografía, la pornografía…) está al servicio de la satisfacción masculina.

En la sexualidad se comprometen todas las dimensiones del ser humano, en especial las energías afectivas y espirituales que por ser más delicadas procuramos mantener a resguardo. Cuando se cosifica algo tan sensible, es lógico que la persona resulte fácilmente dañada, incluso rota por dentro. Y no sólo una, sino las dos.

Se pueden instrumentalizar los objetos sin mayores consecuencias, pero con los seres humanos entramos en el terreno de la ética, por lo que el daño que consciente o inconscientemente podamos infligir a alguien golpea a nuestra propia conciencia. Jugamos con fuego. No es de extrañar que los desequilibrios emocionales, incluso entre jóvenes y adolescentes, estén a la orden del día.

 

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Mertxe Arratibel es periodista en andra.eus

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