La era de la propaganda

Los medios de comunicación se definen más por lo que ocultan que por lo que cuentan. Llamar información a lo que nos trasladan resultaría inexacto. Calificarlo de manipulación sería ocioso: todo el mundo sabe que venden ideología. Vamos a decir que encubren la realidad bajo densas cortinas de humo en operaciones orquestadas con los poderes fácticos económicos, políticos y religiosos, todos ellos entrelazados por opacas redes de intereses.

Teniendo en cuenta este hecho, no es extraño los titulares de los medios produzcan risa, cuando no directamente sonrojo. Algunos ejemplos recientes: “El empleo avanza en 56.622 personas en el mejor junio de toda la crisis”, “PP y PSOE buscarán en septiembre pactar medidas de regeneración”, “Pablo Iglesias agradece a Beatriz Montañez que le defendiera de Bertín Osborne”, “Barbie se hace emprendedora” o “La Infanta EXIGE que se le aplique la ley como a cualquier ciudadano”.

Vivimos en la era de la propaganda. Desde que a principios del siglo pasado Edward Bernays, sobrino de Freud, valiéndose de los descubrimientos de éste, mostrara a las grandes empresas estadounidenses cómo hacer que la gente quisiera productos que no necesitaba, la propaganda se ha convertido en el principal instrumento de manipulación de las masas (eso es lo que somos para las élites económicas: masa, un grupo de gente informe, indistinguible, maleable). Esto, a su vez, pone en evidencia que cualquier descubrimiento es bueno o malo según el empleo que se le dé.

La política se apropió más tarde de este procedimiento, que se fue generalizando hasta abarcar todos los ámbitos de la sociedad. Hoy es el día en que nada es vendible sin la ayuda de la propaganda. Se busca más el prestigio (ilusión, apariencia) que ser útil a la gente y a la sociedad. Hasta se recomienda a cualquier profesional hacer de sí una marca. Y no cualquiera, sino tipo de la del ‘refresco de la felicidad’. Los grandes medios siguen siendo, hoy por hoy, los principales instrumentos de la propaganda y la manipulación masiva. Y a pesar de que, como sus valedores, han entrado en decadencia, todavía conservan intacto su inmenso poder e influencia.

El problema, nuestro gran problema, es que no tenemos alternativa a la vista. Porque no se trata de cambiar al partido rojo por el partido azul o por el verde o el morado si el marco sigue siendo el mismo viejo y caducado sistema. Hacen falta nuevas formas de pensar para lograr nuevas formas de vivir. Esquemas más adecuados a nuestros requerimientos vitales. A nuestras necesidades reales. No a aquellas que nos ha creado la propaganda que nos invade desde todos los frentes.

Recientemente, me llamó la atención que un grupo de monjes budistas desaconsejaran el consumo indiscriminado de noticias. Explicaban a la agencia Efe que “no es lo mismo comer a base de chorizo y de panceta que vivir a base de una dieta menos calórica, con menos grasas y azúcares artificiales. El cuerpo te lo agradece con el beneficio de la salud y el bienestar corporal”. Trasladando esta lógica al consumo informativo, advertían de que “la proliferación de malas noticias crea un efecto adverso en el lector y puede regar una semilla de desesperanza y tristeza”.

Es una buena recomendación. Aunque esto no quiere decir que apaguemos el televisor y nos olvidemos de todo. Hay malas noticias a las que merece la pena prestar atención. Esta semana, los medios alternativos informan de que Europa y EE UU negocian entregar los servicios públicos a las multinacionales europeas y norteamericanas, sistema de pensiones incluido. Y parece ser que veremos los resultados muy pronto. De hecho, ya los podemos apreciar.

Los medios convencionales pondrán otra vez en marcha su aparato propagandístico y hasta quizás consigan convencernos de que esto es lo mejor que nos puede suceder. Dirán: esto o el caos. Así triunfaron el nazismo y otras perversiones de la historia. Y ésta, no lo olvidemos, se repite.

Epílogo: No pretendo decir esto y quedarme tan ancha. Como ejercicio, sería bueno que comenzáramos a edificar en nuestras propias personas el tipo de sociedad que deseamos, pues el entorno en el que nos movemos no es otra cosa que el reflejo de lo que somos.

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Mertxe Arratibel es periodista en andra.eus