Prófugos del paraíso

Venían de antes de la Torre de Babel, de antes del Diluvio de Noé, de antes de Caín y Abel, de cuando Dios todopoderoso echó a Adán y Eva del Paraíso; habían llegado por un secreto túnel del tiempo desde unos matorrales del Edén donde se escondieron cuando fueron expulsados los primeros padres. Eran como unos polizones o unos okupas en el Paraíso, no estuvieron cuando la serpiente tentó a nuestros primeros padres con la fruta del árbol del bien y del mal, y por lo tanto no habían sufrido la enfermedad tan extraña del rubor o pudor, ese desajuste cerebral que hace al ser humano sentir vergüenza y desasosiego cuando se ve desnudo delante de otros seres humanos….

Eran treinta personas, de repente se encontraron en una punta de la playa de Barinatxe, en Sopelana. Quizá habían llegado allí por una terminal de un túnel que nace en el Paraíso y desemboca entre las rocas del acantilado de la playa de Sopelana. Era el último sábado de setiembre, un día que tiene su poquito de verano agonizante, en el que el otoño estrena sus primeras sonrisas.

Y el caso es que el fenómeno se repite todos los años, y esta es la decimotercera edición de lo que los humanos que vamos por la vida vestidos y usamos bañadores, tangas y otros tipos extrañísimos y rebuscadísimos de taparrabos en el baño hemos dado en llamar Trofeo Patxi Ros.

Cualquiera diría que este famoso Trofeo Patxi Ros, que congrega a nudistas paradisíacos venidos de Alemania, Inglaterra, y otros países donde todo el mundo se viste, ha sido programado por el Altísimo para recordarnos lo que fuimos y lo que nos perdimos cuando nos expulsaron del Paraíso, por una miserable manzana.

No es que se trate de un fenómeno único en este momento de la humanidad. Minorías de bañistas se bañan desnudos en playas de la costa vasca, de toda la península ibérica y de los cinco continentes. Es más, parece ser que en lo más escondido de las selvas del Amazonas y entre los zulúes y pigmeos de Africa hay tribus que andan desnudas por la vida y nunca han conocido el pudor. Y uno recuerda con añoranza sus tiempos jóvenes en que bañarse en cueros en cualquier charca no era pecado.

En todo caso, se trata de lugares de acceso limitado, y algunas personas que se consideran decentes se tienen a menos de acercarse a tales lugares. A decir verdad, ni el hombre ni la mujer cambian de naturaleza ni son más o menos virtuosos por llevar ropa encima o por andar por el mundo con los “complementos” con que vinieron a él desde el vientre de sus madres.

Tampoco la sexualidad se inhibe o anula por no ver a las personas de otro sexo desnudas, ni se dispara por verlas en cueros.
El sex-appel “pasa” de ropajes y exhibicionismos, quizá más bien el ocultar y exhibir los encantos del sexo a medias, exacerba y envenena  y dispara nuestros instintos. Las gentes se visten para protegerse del frío o del calor, y también, y principalmente, para potenciar hasta el infinito su capacidad de seducir.

Fue una desgracia lo de la serpiente, la manzana y el árbol de la ciencia del bien y del mal. Deberíamos estar agradecidos a los hombres y mujeres que nos deslumbraron en la playa de Barinatxe de Sopelana por recordarnos que una vez, en nuestros orígenes, nos sentimos muy agusto con nuestras desnudeces.

Aunque, pensándolo bien, nuestros amigos saltaron a corretear por la playa para recordarnos lo que está haciendo con nosotros la crisis; hay carteles en la calle que dicen que “nos están dejando en pelotas”.

Honorio Cadarso es periodista