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A sus ochenta y más años, desde las faldas de Untzillaitz y el barrio colgado de una peña sobre Abadiño, amama baja con sus nueces, sus avellanas, sus acelgas y verduras variadas todos los sábados al mercado de Durango. A sus ochenta y más años, amama Niko cultiva su huerta  a la vera del río junto al camino de Etxano, y de ella saca para su casa y la de sus hijos las verduras de cada día.

Un poco más joven, sesenta y cinco años, este otoño anda dando la vuelta a la tierra para que se oree con el agua y las heladas, ya ha sembrado las habas y los guisantes que recogerá esta primavera, y para este invierno cuenta con más de mil puerros y algunas coles para ella y sus tres hijos y sus seis nietos. La conocen y saludan los petirrojos del entorno cuando está en la huerta, los sapaburus que se crían en los bidones donde recoge el agua de lluvia para regar, todos los gatos de la vecindad.

Ellas y muchas más mujeres campesinas son lo que queda de un tiempo en que la mujer era el eje de la vida de los caseríos, la gestora de la tierra y el ganado, la vendejera los fines de semana. Ellas, las de antes, y otras más jóvenes, que dan vida a explotaciones agrícolas de nuevo cuño, a fórmulas de agricultura ecológica, a queserías de queso Idiazabal…

Ellas, avanzadilla de todo un tercer mundo en el que la mujer es protagonista y soporta casi al 100% el trabajo y la responsabilidad de producir y recoger los alimentos para toda la familia y para todo el pueblo, de defender la agricultura contra los “lobos rapaces” que pretenden convertir la tierra en una fabrica de dinero, y pingües beneficios, aunque sea a costa de matar de hambre y borrar del mapa a pueblos enteros, y de convertir sus territorios en secos desiertos.

Todo eso se nos cuenta y escenifica en una exposición fotográfica abierta en el Centro Zelaieta de Amorebieta Etxano: que las mujeres suponen en los países pobres el 60 y hasta el 70% de la mano de obra del campo. Descubren y guardan las semillas, defienden sus tierras contra la rapiña de los especuladores, dan vida a organizaciones campesinas de ámbito nacional e internacional, producen ellas solas entre el 60 y 80% de los alimentos de su propio país. Que las mujeres tienen que cubrir con su trabajo la ausencia de los hombres que se han ido a la emigración; que tienen que hacer kilómetros y kilómetros a buscar agua potable, porque los especuladores han degradado los manantiales próximos a sus poblados…

Y a una con el trabajo físico, mantienen viva la ancestral cultura campesina, impulsan una reforma agraria integral, preservan la biodiversidad contra los intentos de empresas multinacionales que quieren convertir miles de hectáreas en monocultivos de soja o de plantas aptas para la producción de gasoil, o desforestar inmensas selvas de la Amazonía o del sudeste asiático o de Africa.

Y como recompensa, como pago de su omnipresencia y generosidad en el esfuerzo, solo son propietarias del 1% de las tierras cultivables, siguen sometidas a la voluntad y el capricho de los hombres, sean sus maridos o sean los señores del clan familiar.

Bien haya la mujer que trabaja codo con codo con el hombre en la fábrica, el taller, la oficina, la que conduce el autobús o el tren, la mujer empresaria, la mujer primera ministra. Pero no olvidemos a esa mujer que se ha quedado anclada a la tierra, que cuida de las plantas y el ganado, de la flora, del bosque, de la fauna, que cultiva y produce alimentos naturales sin químicas sospechosas, sin forzar los procesos naturales de crecimiento y maduración de las plantas…

Bien haya la mujer que, de madre a madre, de mujer a mujer, vive en diálogo y abrazo cordial con esa otra madre de la cual hemos nacido todos, gure ama lurra.

Honorio Cadarso es periodista

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